sábado, 10 de diciembre de 2011

¿Qué pasa en el cerebro mientras dormimos? (Parte I)


Descansar es crucial para la salud. Pero cuando dormirmos, hacemos mucho más que descansar: el cerebro fija los recuerdos y nos prepara para adquirir nuevos conocimiento.



Una tarde de 1885, como tantas otras, el químico Friedrich August Kekulé se quedó dormido junto a la chimenea. Llevaba tiempo tratando de descifrar la arquitectura de algunas moléculas y, si bien había conseguido dar con algunas, otras, como el benceno, se le resistían. Durante aquella cabezadita, comenzó a soñar con átomos y moléculas, que se unían entre sí y formaban cadenas que se retorcían, giraban, se entrelazaban. Una de esas cadenas adquirió la forma de una serpiente que se mordía la cola formando un círculo y giraba sobre sí misma a gran velocidad. Al despertar, Kekulé vio que acababa de dar con la solución al problema de la estructura química del benceno.

Algo similar le ocurrió a Dmitri Mendeléyev, a quien un sueño le inspiró la tabla periódica de los elementos; o al médico Otto Loewi, a quien la almohada le hizo dar con un experimento de neurociencia, gracias al cual acabó ganando el premio Nobel de Medicina. La lista de sueños reveladores no se detiene ahí. Quizás Frankenstein no existiría si Mary Shelly no hubiera soñado con él, ni tampoco conoceríamos El extraño caso de doctor Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson. Incluso a Beethoven y a Paul McCartney muchas de sus melodías les sobrevenían mientras dormían. Y Gandhi explicaba que la inspiración para comenzar su protesta pacífica para conseguir la independencia de India partió justamente de parajes oníricos.

Aunque muchas veces los sueños son bizarros e incoherentes, otras nos pueden conducir a resolver problemas. Ya lo dice la sabiduría popular, que nos recomienda consultar cualquier tipo de embrollo con la sabia almohada. Y es que en la mayoría de ocasiones, ocho horas de sueño reparador pueden hacer que nos levantemos con la mente clara, capaces de dilucidar una respuesta o de dar con una solución creativa a un rompecabezas.

Durante siglos se creyó que al dormir, simplemente, el cerebro se desenchufaba y entraba en un tiempo muerto en el que no pasaba nada. Pero aquella explicación no parecía tener sentido evolutivo. ¿Por qué íbamos a tener que consagrar más de un tercio de nuestras vidas al letargo con la de cosas a que se podían dedicar esas horas perdidas? Además, ese estado semiinconsciente nos dejaba totalmente vulnerables ante posibles ataques. Todos los animales, además, duermen. Algunos cerca de 20 horas al día, otros apenas tres o cuatro. Incluso los hay, como los delfines, que duermen primero con una mitad y luego con la otra del cerebro. La naturaleza, pues, debía tener sus motivos.

Experimentos y estudios conducidos en las últimas décadas han arrojado luz sobre este tema. Ahora la ciencia sabe que dormir es crucial, tanto como comer. Sin dormir, moriríamos en pocos días y dormir poco o mal compromete nuestro estado de salud, nuestras emociones e incluso las relaciones. Descansar bien es una especie de cura intensiva para el organismo física, psíquica y emocional.

Mejora nuestro humor, estado de ánimo, el sistema inmunitario, nos recarga de energía, e incluso nos hace tener mejor aspecto. También esclarece la mente, nos permite disfrutar de nuevas experiencias, adquirir información y dar con soluciones creativas. Es, además, la herramienta con que nos ha dotado la evolución para aprender.

Soñar para aprender A finales del siglo XIX, el psicólogo alemán Hermann Ebbinghaus vislumbró por primera vez esa vida secreta nocturna de las neuronas. Tras varios experimentos y observaciones, apuntó la posibilidad de que quizás dormir servía para consolidar lo que habíamos aprendido en el día, evitar que lo olvidásemos y prepararnos para aprender al día siguiente. Pero la comunidad científica descartó la idea por verla sin sentido. El cerebro, aseguraban, simplemente se apagaba.

Un siglo más tarde, en los años 50, dos investigadores de la Universidad de Chicago, Eugene Aserinsky y Nathaniel Klietman, comprobaron esa teoría. Varios experimentos les permitieron demostrar que durante el descanso, el cerebro sigue trabajando a toda máquina. Vieron que en determinadas fases del sueño, como la REM (rapid eye movement, movimiento rápido de ojos. Véase texto adjunto), se generaban ondas a gran escala similares a las que se producían cuando estamos despiertos. Observaron, además, que grupos formados por miles de neuronas se activaban de forma sincronizada de una a cuatro veces por segundo durante la llamada fase de sueño lento. Parecía, pues, que el cerebro estaba de todo menos inactivo. Pero ¿qué hacía?

Aunque no seamos conscientes de ello, el cerebro escanea continuamente el ambiente en busca de información provechosa; recoge datos sin parar y los acumula para que luego puedan ser usados. Y mientras dormimos, se detiene esa captación de información y el cerebro se dedica a procesar todo aquello que ha ido adquiriendo en el día. Peina las memorias formadas recientemente, las analiza y escudriña, descarta aquellas que considera irrelevantes, y potencia, refuerza y clasifica aquellas que nos pueden ser de utilidad al día siguiente.

Ahora bien, cómo lleva esta tarea a cabo continúa siendo un misterio para la neurociencia. Sabemos que los recuerdos se forman al establecerse conexiones entre varios cientos, miles o incluso millones de neuronas, creando patrones de actividad. Esos patrones, cuando se reactivan, conducen a ese recuerdo, desde dónde hemos dejado las llaves del coche hasta cuándo acabó la Segunda Guerra Mundial. Es más, durante las horas de sueño no sólo se fijan los recuerdos, sino que también se diseccionan y se guardan sólo aquellos detalles considerados más relevantes.

Para que eso suceda y podamos recuperar eficientemente el recuerdo, debe haberse fijado bien y las primeras horas tras su adquisición resultan cruciales. Al parecer, el cerebro almacena la información que va captando en el hipocampo, que funciona como una especie de memoria temporal. Y allí la mantiene hasta que decide si la elimina o la guarda. Mientras se encuentre en el hipocampo, deberá competir con otros muchos recuerdos por hacerse con un hueco, con una serie de sinapsis entre neuronas. Si el proceso falla y el recuerdo no se fija bien, tendrá interferencias; esto es, que se mezclará con otros recuerdos. Y eso será un desastre, porque cada vez que tratemos de evocarlo, reactivaremos patrones neuronales similares y el recuerdo que obtengamos estará adulterado con otros.

Dormir es esencial para consolidar nuevos aprendizajes y se ha comprobado que se recuerda mejor después de un buen descanso. Estudios recientes con ratas han permitido constatar que en aquellos animales que habían aprendido a resolver un laberinto, la actividad de sus cerebros mientras dormían, durante la fase REM de sueño profundo, era muy similar a la que tenían cuando estaban aprendiendo a resolver el laberinto. Eso sugiere que los circuitos de aprendizaje podrían reforzarse durante las horas de sueño.

De hecho, muchos músicos comprueban cómo, si practican una partitura particularmente difícil antes de ir a dormir, al levantarse por la mañana son capaces de interpretarla mejor. En un estudio del 2005, se monitorizó mediante tecnologías de imagen la actividad cerebral de pianistas que estaban tocando una partitura; se vio que se activaban regiones como el cerebelo izquierdo, el córtex motor, el hipocampo y el córtex prefrontal, todas ellas áreas encargadas de la rapidez y precisión de los dedos sobre el teclado. Y eran también esas áreas las que estaban más activas cuando los músicos dormían. El cerebro volvía una y otra vez sobre las sinapsis que se habían establecido durante el aprendizaje para reforzarlas. De ahí que, al día siguiente, a los pianistas les fuera más fácil tocar aquella partitura. Y lo mismo ocurre con los estudiantes ante un examen. Los que estudian y luego descansan ocho horas suelen obtener mejores resultados que los que pasan toda la noche en vela.

Ocho horas diarias Thomas Edison consideraba que dormir era una completa pérdida de tiempo. Y tanto Napoleón como Margaret Thatcher se jactaban de que apenas necesitaban cerrar los ojos unas cuatro horas cada noche. Es cierto que algunas personas necesitan dormir más horas que otras, no obstante los científicos coinciden en afirmar que para un adulto, las horas de descanso aconsejables oscilan entre las siete y las ocho horas y media. Y para sumar esa cifras, las cabezaditas también cuentan, eso sí, siempre que incluyan sueño REM. Es fundamental darle al cuerpo la cantidad suficiente de sueño de calidad, y de manera regular. Eso depende en gran medida de la edad: los niños pequeños necesitan unas 16 horas al día, los adolescentes unas 10, mientras que las mujeres durante los tres primeros meses de embarazo necesitan dormir mucho más que una no embarazada.

No obstante, a pesar de que descansar bien es una necesidad esencial del organismo, a veces solemos dormir menos horas de las deseables. El trabajo, el estrés, las actividades sociales consiguen arañarle minutos al sueño. Y quizás no seamos conscientes de ello, pero dormir menos de lo que el cuerpo requiere puede comportarnos problemas a corto y largo plazo porque estresamos a nuestra biología, que no está preparada para afrontar un déficit de sueño. De hecho, somos el único animal que duerme menos de lo que necesita voluntariamente.

Y cada vez lo hacemos menos. Hoy en día, hemos rebajado las horas que dedicamos al descanso respecto a generaciones anteriores, lo que consideran los expertos que se está convirtiendo en un factor de riesgo para que padezcamos determinadas enfermedades. Es más, los científicos empiezan a relacionar esta falta de horas de sueño con algunas epidemias, como la de obesidad. A corto plazo, dormir menos nos hace estar más impacientes, dificulta la concentración y nos hace ser menos eficientes en las tareas que realicemos. Obstaculiza el aprendizaje y la fijación de recuerdos. Sin el descanso apropiado, nuestros pensamientos están nebulosos, nos sentimos amodorrados y nos es más difícil razonar y hablar, puesto que el déficit de sueño afecta al lóbulo frontal, que está asociado al habla y al pensamiento creativo. Por si eso fuera poco, tenemos mala cara, ojeras, nos sentimos sin energía, ni humor y estamos más irritables y propensos al conflicto.
A largo plazo, dormir poco o mal afecta profundamente a nuestra biología y puede llegar a dar al traste con nuestra salud. De hecho, recorta nuestra longevidad. Afecta a los sistemas inmune y nervioso. Y diabetes, obesidad y problemas cardiovasculares son algunas de las consecuencias relacionadas con un descanso insuficiente. Mientras dormimos, el cerebro se encarga de deshacerse de los desechos metabólicos producidos durante el día. Sin descanso suficiente, no le damos tiempo a hacer limpieza y el cuerpo acumulando basura. La falta de horas de sueño desencadena la segregación de cortisol, la hormona del estrés, que, en exceso, se relaciona con la grasa abdominal. También puede acabar alterando las funciones metabólicas, como el procesamiento y el almacenaje de carbohidratos; el cuerpo deja de metabolizar el azúcar bien, lo que aumenta el riesgo de que desarrollemos una diabetes tipo 2. La endocrina Eve van Cauter, de la facultad de medicina de la Universidad de Chicago, investiga el efecto del sueño sobre el organismo. En un experimento con jóvenes voluntarios, vio que si les restringía las horas de sueño a cuatro por noche, una semana más tarde los participantes ya estaban en un estado prediabético. Además, tenían mucho más apetito.

“No dormir lo suficiente reduce los niveles de leptina, una hormona que suprime el apetito. Y, por el contrario, aumenta la cantidad de grelina, encargada de estimular el apetito”, señala José María Ordovás, uno de los mayores expertos en nutrición, director del Laboratorio de Nutrición y Genómica de la Universidad de Tufts (EE.UU.) e investigador del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares, en Madrid. De ahí que menos horas de sueño de forma continuada esté directamente relacionado con una tendencia a la obesidad.

Existen más estudios que también relacionan el descanso inapropiado con enfermedades cardiovasculares, presión arterial alta y riesgo de infartos. Y en una investigación conducida por la Sociedad Americana de Cáncer, en la que participaron más de un millón de adultos, se vio que aquellos que dormían entre siete y ocho horas cada día tenían una tasa de mortalidad más baja que quienes dormían menos.

Pero que dormir sea bueno y necesario no implica que se nos tengan que pegar las sábanas. Dormir más de la cuenta de forma habitual tampoco es beneficioso para el organismo. De hecho, todo lo contrario: más de nueve horas diarias de sueño para un adulto conlleva tantos riesgos para la salud como dormir menos de siete y está estrechamente relacionado con una morbilidad alta.

Fuente: La Vanguardia

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